sábado, 21 de enero de 2012

DESDE LA VÍA INTEROCEÁNICA Una crónica de Aldo Arozena





Incontables veces nos han preguntado en nuestras redes sociales sobre la transitabilidad de la carretera Interocénica. Como si de una larga sombra del pasado se tratase, la leyenda de la carretera imposible, sinónimo de aventura más que de viaje, sigue bien posicionada en el imaginario de la gente. Y muchas veces eso determina definir una visita o no.

Por eso decidimos compartir con ustedes periódicamente nuestras impresiones sobre lo que es esta carretera. Impresiones atemporales algunas, otras fijadas a momentos particulares e irrepetibles. ¿Nuestro propósito? Invitarlos a recorrer esos  656 kilómetros de puro Perú. Perú generoso, impactante, repleto de maravillas naturales y humanas, pero también de contradicciones y problemáticas que tenemos la obligación de solucionar como Nación.

Así, esperamos que algún día, más pronto que tarde, decidan vivir la aventura de conocer Interoceánica. Nunca más una aventura vial –la carretera está en excelente estado-, pero siempre una aventura para los sentidos.

UNA OJEADA A LA FRONTERA

El 2008 tuve mi primer contacto con la Interoceánica. Fue una especie de viaje iniciático donde recorrí, en cuatro días, los tramos 2, 3 y 4. Desde Cusco hasta la frontera con Brasil. O más bien al revés. Por cosas de itinerario visitamos primero el lado fronterizo antes de subir hacia el ombligo del mundo.

Al igual que hoy, la sensación que me dejó recorrer la ruta en aquella oportunidad fue la de vivir varios viajes en uno. Como leí alguna vez, “hay otro mundos pero todos están en este”. De alguna manera esta carretera lo ejemplificaba muy bien.

Empiezo desde el mismo borde.


Ingresar al Brasil cayendo la tarde, cruzando el puente Binacional junto con los últimos rayos del Sol, fue espectacular. Pareciera que algún organismo de turismo del país vecino le hubiera pagado a los choferes para llegar justo en ese instante. A travesar así el río Acre, que separa nuestros países, no pudo tener mejor marco.

Pero así como pasábamos del día a la noche, también pasamos de una realidad, económica y social, a otra muy distinta.

A diferencia del Perú, el vecino oriental sí ha sabido reconocer la importancia de sus fronteras. Por eso el brasileño pueblo de Assis, donde se puede entrar sin mostrar documento alguno, sin ser nada del otro mundo vaya que contrastaba con Iñapari, nuestra contraparte nacional.

Mientras en uno encontrabas de todo, el otro brillaba justamente por su falta de luz. Una ciudad casi a oscuras me recibió esa noche al volver del otro lado del puente.


Nunca supe si era cuestión de racionamiento en el suministro o problemas eventuales. Muchas ciudades de la selva dependen de pequeñas centrales termoeléctricas que solo brindan el servicio por algunas horas al día y esta alejada localidad no tenía porque ser la excepción. La duda permanece.

El contraste sin embargo también tenía un lado positivo. Al menos en apariencia.

El lado brasileño era como un parque. Un espacio donde el verde se encontraba domesticado. Perú en cambio se presentaba como los extramuros salvajes de la ciudad. El inicio de un territorio donde la naturaleza parecía realmente tal.

No puedo asegurar que la conservación del capital natural sea mayor o menor en uno u otro lado. Pero el 2008, y en ese punto límite, uno sentía más bosque en el Perú. Incluso, los últimos kilómetros de carretera antes de llegar a Iñapari, se desarrollaban al borde de una selva que tocaba el asfalto. Un espectáculo que espero se sepa conservar.

Sin ánimo de intentar una explicación a la comparación anterior, vale decir que la provincia de Tahuamanu, de la cual Iñapari es la capital, puede dividir su territorio en dos grandes vocaciones: por un lado las enormes y aisladas áreas protegidas, como el Parque Nacional Alto Purus y la Reserva Territorial Madre de Dios; por otro, las grandes concesiones forestales.

Las primeras se encuentran bastante lejos de donde me encontraba y son accesibles solo por las vías de comunicación natural de la selva que son sus ríos. Su objetivo es proteger parte de la naturaleza que ha hecho de esta región la Capital de la Biodiversidad –uno de esos títulos que los políticos proclaman regularmente y que significan poco para fines prácticos- y preservar territorio para los grupos indígenas en aislamiento voluntario.

Las segundas en cambio se inician mucho más cerca de la carretera -incluso la cruzan en algún punto- y son las que dan el tono a las actividades locales y a buena parte de los 231 kilómetros de camino que recorremos para unir Iñapari con la capital regional, Puerto Maldonado. No recuerdo ver una casa, por diminuta y humilde que fuera, que no tuviera algún signo que la relacione con la madera. Motosierras, sierras o restos de aserrín. Siempre había algo con que se podía asociar a la labor forestal.


Las concesiones forestales son uno de los motores económicos de Iñapari, una localidad que está viviendo hoy un momento de renovado impulso gracias a la conexión y el tránsito que brinda la Interoceánica. Hacer de ellas verdaderas ejemplos de sostenibilidad, y no negocios de dudoso manejo como ha sido la norma hasta el momento, podría ser la tabla sobre la cual remontar esta excelente ola de oportunidades que puede llevar a Tahuamanu a un desarrollo real. No una quimera que después de un tiempo acabe convirtiéndose en pesadilla.

Menos mal que hay luz al final del túnel. El positivo caso de Maderacre, con varias cosas que resaltar, podría replicarse., Pero ese tema mejor desarrollarlo en otra oportunidad pues da pie para una crónica por si sola. Por ahora hay que seguir el camino.

Para la época de mi primer viaje, el 70% del trecho entre Puerto e Iñambari ya estaba terminado por lo que el recorrido no fue la gran experiencia bañada en lodo que auguraban mis conocidos. Parábamos de vez en cuando para hacer algunas fotos como cualquier turista. Especialmente cuando el bosque se acercaba a la pista. Pero también, como todo viajero, cuando algo llamaba nuestra atención.

Recuerdo en particular una parada.

Era poco más de pasada la una. En esa época no había escuchado todavía decir a un conocido meteorólogo que Madre de Dios y Piura son las zonas del Perú que registran los picos de temperatura. Pero no era necesario. Los mucho más de 30 grados de temperatura no necesitaban del SENAHMI para hacerse notar.


Bajando de la camioneta que nos transportaba teníamos al frente a un equipo de la obra en una zona de faena. La tierra rojiza, típica de la selva baja, relucía seca a lo largo de todo el trecho.

La de la selva es por lo general una tierra muy pobre, fruto de procesos iniciados en lejanas eras geológicas donde la roca originaria fue erosionada. Eso causa que en la actualidad los nutrientes que se descomponen de las plantas percolen al no tener materia que los retenga.

Por eso, y quizás sin saberlo, los trabajadores de esa unidad eran víctimas aquel día, millones de años después, de la lenta evolución edáfica que hace que encontrar una piedra en la Amazonía pueda ser una tarea imposible.

Esa tarde, bajo el achicharrante Sol, los encontré en estado de amodorramiento, sin nada que hacer, pues las piedras con las que trabajaban, extraídas a cientos de kilómetros de distancia, no había llegado aún y no les quedaba otra cosa más que esperar.

Un grupo de ellos había bajado unos metros hasta la altura de un puente que cruzaba una pequeña quebrada. Al pie del puente se formaba una cocha donde los trabajadores descansaban y un grupo de niñas y niños locales jugaba en el agua.



Cuando me acerqué tenía mi cámara fotográfica al cuello. Al verme los trabajadores hicieron el ademán de pararse para regresar a su puesto por temor a algún tipo de fiscalización laboral o algo similar. Pero fue solo un ademán. Había mucho calor y se estaba muy bien ahí  como para entrar en paranoias.

Mientras ellos conversaban con los niños, me dediqué a ver la escena y hablar con quien se acercara. Pocas veces he podido ver tanta alegría junta como cuando esos niños jugaban a lanzarse a la poza y los trabajadores remojaban los pies en el agua.

En medio del calor infernal todavía era posible relajarse un poco. Tener unos minutos de felicidad. Sacarle la vuelta al Sol.  Disfrutar. La más simple de las alegrías resultaba también ser la mejor.

Las ganas de sacarme el pantalón para meterme al agua no me faltaron pero tampoco podía darme esos lujos en un viaje de trabajo. A diferencia de ellos, yo sí tuve que entrar en paranoia.

No he vuelto a recorrer ese trecho de la carretera. Pero si van por ahí piensen que tirarse de cabeza a una cocha a golpe de una de la tarde es una aventura. Una que no sale en ninguna guía de viajes.


Notas
Aldo Arozena es el encargado del manejo de las redes sociales de iSur (www.isur.org.pe). 

Fuente y @ fotografías Via sostenible Blog de Isur
http://viasostenible.com

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